Lo ocurrido en el Congreso el miércoles 17 de julio que ha sido bautizado como la «repartija» de cargos públicos entre humalistas, fujimoristas y toledistas; en instituciones de la mayor importancia como son la Defensoría del Pueblo, el Tribunal Constitucional y el directorio del Banco Central de Reserva, no hacen sino reiterar la crisis de nuestra precaria democracia. Este régimen no soporta la movilización popular y debe reprimirla, tampoco el ejercicio de la libertad personal y quiere apropiarse de nuestros cuerpos, hoy asalta las instituciones que supuestamente deben defender nuestros derechos y nuestra moneda para usarlas en función intereses sectarios y particulares.
Esta grave crisis institucional tiene su origen en la frustración democrática de la última década. La transición de la dictadura de Fujimori y Montesinos no nos ha llevado a un régimen democrático estable sino a gobiernos elegidos que han caído, sucesivamente, en manos de diferentes caudillos con sus respectivos séquitos, manejados cada quien a su turno, por los poderes fácticos de siempre: grandes empresarios, militares y tecnócratas. Toledo, García y ahora Humala, repiten el mismo plato. El continuismo neoliberal, del cual son celosos defensores, necesita de la cochinada política para mantenerse. Esta situación ha burlado y burla la voluntad popular que ha manifestado en varias oportunidades su voluntad de cambio, para encontrarse una y otra vez con gobernantes que traicionan sus promesas y se entregan a los brazos de los poderosos.
La respuesta a esta situación no puede ser cosmética, de reformas de peluquería, sino una operación mayor, de quirófano, que cambie la estructura del poder político en el Perú. Este cambio político debe tener dos momentos: una reforma política inmediata que la sociedad organizada le exija al Congreso y una Nueva Constitución, elaborada por una Asamblea Constituyente, que se elija junto con el próximo gobierno y que nos brinde, por primera vez en 20 años un acuerdo de convivencia política del cual el país carece.
La reforma política inmediata debe incluir: una reforma de las leyes de partidos y de elecciones que elimine las firmas y las reemplace por comités para el reconocimiento de las agrupaciones políticas, que obligue a las primarias abiertas y simultáneas para la elección a candidatos a puestos de representación, que garantice el financiamiento efectivo a los partidos inscritos, el uso gratuito de los medios del Estado en todo momento y de los medios privados en época electoral, que elimine el voto preferencial, instituya la renovación por mitades del Congreso y restituya el Senado como cámara de las regiones.
Sin embargo, la reforma política no es sino la punta del iceberg institucional que esta democracia, para sobrevivir, tiene que reformar. Lo fundamental es una Nueva Constitución. La posibilidad de llegar a ella ya no estriba en ningún Congreso de la República, ni en este ni en el siguiente, los Congresos se han demostrado incapaces para ello. Tiene que ser una Asamblea ad hoc, constituyente, que se aboque al trabajo de una nueva carta magna. El método es claro hace muchos años. La Constitución de 1993, madre de nuestros males, está viciada de origen y es nula de pleno derecho. Hay que regresar al último acuerdo de paz entre los peruanos que es la Constitución de 1979 y proceder a su reforma. Los puntos a cambiar también son claros: el capítulo económico para ir del sectarismo neoliberal a la pluralidad democrática, el control efectivo de un Congreso bicameral al Poder Ejecutivo, el regreso de los derechos y las instituciones sociales eliminadas, el rediseño de la descentralización política que nos lleve a macro regiones sustentables y la inclusión de los derechos culturales que reconozca las prerrogativas de los pueblos originarios.
En esta perspectiva la coyuntura inmediata es un camino cuesta arriba porque el actual establishment político se basa en esta estructura que los protege. Curiosamente, nacionalistas y fujimoristas, alguna vez acérrimos opositores hoy están de acuerdo en no mover nada para garantizar sus intereses inmediatos y quizás si una futura reelección. El resto, salvo los cuatro solitarios izquierdistas y alguno que otro demócrata, no difieren mucho de este punto de vista porque temen que por cualquier rendija entre un vendaval que los arrase. La lucha por la reforma política debe ser dada entonces desde abajo, por la sociedad civil y el movimiento popular, teniendo como objetivo cambiar, de cara al 2016, la naturaleza de la representación política en el Perú. Es una lucha desigual y difícil pero es preciso darla para completar la faena que empezamos con la caída de Fujimori y la transición democrática del año 2000.
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