Siempre me encantaron los colores de los caballos que veía por los valles sureños de mi tierra natal Cañete, reverdecidos y coloridos, bañados por el suave rocío matinal y bendecidos por las frescas aguas del rio Cañete, que bajando desde Pacaran y atravesando Lunahuana, culminaba su recorrido en las cálidas playas de San Vicente.
Con apenas 5 veranos en mi haber y muchas energías por derrochar, siempre anhele vivir en las praderas, correr por los sembríos, robar alguna que otra sandilla del huerto vecino y disfrutar de la jugosa y refrescante fruta con algunos amigos «Palomillas» – como nos decía mi padre – y regresar a casa al atardecer, preocupados por los correazos que nos caerían en las piernas descubiertas y picoteadas por los mosquitos del campo.
Recuerdo un caballo de color marrón pastando en las chacras de algodón y maringol, y me encantaba el solo mirar y el desear estar cerca de él, pero de pronto veía otro caballo de color caramelo con su cabello rubio, lo que me recordaba a mi padre, que aunque curtido por los años vividos en la hacienda, con el pelo cano y cenizo, este alguna vez lo tuvo rubio, siendo sus ojos azules lo que más lo evidenciaban.
¡Hoy no saldrán a la calle! - me decía mi madre – papá ¿podemos ir a jugar al parque? – Dile a tu mamá – nos contestaba el viejo. Castigados sin más remedio por las travesuras del día anterior, mi hermano y yo sentíamos la necesidad de hacer algo, los brazos de los sillones forrados en cuero, cuarteados por los años, ya no nos eran permitidos montarlos, ni para arrear al ganado, ni para luchar contra los indios. Habíamos sido vetados por la más alta autoridad de la casa y de quien dependía nuestra libertad callejera, ya que para mi padre, no había permiso que consiguiéramos, pues no gustaba de vernos mataperrear en las rúas del pueblo y regresar con las rodillas negras y arañadas, con las uñas llenas de mugre y la cara tan sudada, que hasta nuestro cabello de puros rulos, terminaba siendo un amasijo de pelos, que albergaba liendres y piojos que cotidianamente nos compartían nuestros amiguitos del valle, «Los Palomillas», como mi padre les decía.
Aquel día, el patio de la casa se tornó en nuestro escenario y debajo de la ramada encontramos un par de escobas de paja, de esas que hasta el día de hoy vemos, más gastadas de un lado de la paja, asemejando la cabeza de un caballo y, sin mediar mayor inconveniente, me monte en ella, comenzando a cabalgar cada uno con su corcel, libres como el viento, libres hacia el horizonte, y el sonido que salía de nuestras bocas….chukutun, chukutun, marcaban el paso de nuestro andar. De pronto jalábamos de las riendas al caballo para detener nuestro galope y este relinchaba parándose en dos patas, para anunciar su llegada. Su presencia altiva y señorial, su color caramelo y su pelo rubio, me hacían llamarlo Tigre, siendo Roy Roger mi nombre adoptado y nuevamente emplazábamos hacia el contorno del patio, sorteando el carro viejo y abandonado, un Cadillac negro, del cual muchas veces lo usábamos de diligencia, pero ahora, el contacto con nuestro caballo era más que estupendo, era magnífico. El poder correr por cualquier parte, el sentir el viento rosar nuestro rostro, y el saltar los obstáculos, era toda una aventura quijotesca, que nos permitía dejarlos en la puerta de ingreso a la casa, pastando y bebiendo agua, a la espera de que nuevamente nos uniéramos en uno solo, cabalgando hacia el ocaso, en una tarde de verano; un estío que llegaba cada vez con más calor, haciéndonos sudar hasta quedar empapados, aliviados tan solo por una fresca limonada recién hecha en casa.
¿Mi Escoba…? preguntaba mi madre, - Mi Caballo… está en el patio le contestaba. Y mirándome fijamente y con la ceja levantada, - Uhmmm - asentía con una mueca entre labios y la tomaba para seguir barriendo la casa y el patio de atrás, escenario de nuestra hidalga cabalgata. ¿A quién le toca comprar el Pan? Decía a lo lejos mi madre y siendo viernes, era mi turno de ir hasta la panadería La Suprema, a dos cuadras de la casa, pero ¿Cómo iría?, Mi Caballo en ese momento era la Escoba de mi madre, ¿cómo decirle que para poder hacer el mandado? debía hacerlo con mi corcel color caramelo, con el pelo rubio como el de mi padre. Cruzar el valle sin sentir la brisa recorrer mi rostro y cruzar los ríos turbulentos sin mi compañero de aventuras, me hacían presagiar una pavorosa angustia de tener que caminar por la vereda de cemento y cruzar la pista de asfalto. Basto un descuido de mi madre para que al sacar de su mandil el sencillo para el pan, sin pensarlo dos veces, pudiera tener entre mis manos a Tigre y salir raudamente hacia el valle, con el sol a mis espaldas, escuchando a mi madre llamarme por un nombre que ya no era el mío, pues montado en mi corcel de color caramelo con el pelo rubio, como mi papa, mi nombre era ahora Roy Roger.
La navidad estaba cerca y la lista de Papa Noel era cada año más larga, pues llevábamos la cuenta de los regalos que no nos llegaron la navidad anterior, más lo de esta nueva natividad. ¿Quién de niño no ha querido una pelota?, un carrito, un juego de playa para escarbar en la arena, una ropa de baño nueva, para no usar la del primo mayor, o la del hermano que ya adolescente, por allí mi madre había conservado tu traje de playa.
Esta navidad apenas era la sexta que viviría, pero la única que recordaría con tanto cariño, pues mi carta llego a los ojos de Papa Noel, que aunque seguía quedando pendiente muchos pedidos anteriores, esta vez cumplió todas mis expectativas; en la sala y al pie del árbol navideño encontré el regalo más grande que habría podido recibir ¡Un Caballo! Y era como me lo había imaginado, de color caramelo y con el pelo rubio, llevaba unas riendas de cuero que salían desde el filete y adornaba su hermosa cabeza y su crin…, tan larga que me hacía cosquillas en las manos, su mirada era tan tierna y sus orejas apuntando hacia mí, se mostraba atento a toda reacción llena de emoción. Sin pensarlo dos veces me monte en él y comencé a cabalgar por toda la casa, feliz con el regalo que mis padres me habían dado, me deslizaba sin dificultad por el piso de madera en la sala y afirmándose mejor, en el piso de tierra del patio, bajo la ramada; es que las rueditas apostadas del otro extremo, hacían contacto con el suelo y me permitían poder correr a mi gusto.
Con apenas seis años de vida, había logrado tener lo que otros aún siguen soñando u otros recuerdan con agrado, como parte de su niñez, pero esa es mi historia y ese era mi caballo.
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