Escribe: P. Arnaldo Alvarado - Jr. Unanue 300
La historia nuestra está teñida de luces y sombras, de alegrías y dificultades, pero siempre procuramos estar alegres pero ¿cómo es posible? Con la presencia de lo alto. Somos conscientes que las cosas más importantes de la vida son de índole espiritual pero real, no son las materiales aunque son necesarias. Hay valores altos como la amistad, la verdad, la libertad, la fidelidad al compromiso asumido. Ese valor alto para un cristiano es la Eucaristía. Instituido por Jesús en la última Cena.
La fiesta del Cuerpo y Sangre de Cristo (Corpus Christi) se inició en los países bajos (Lieja) a mediados del siglo XIII. La celebración fue extendiéndose poco a poco de diversas formas, pero lo más resaltante siempre ha sido la procesión de la Eucaristía. Durante la procesión mostramos nuestro profundo silencio de admiración, gratitud y adoración. Incluso la actual liturgia de esta fiesta se debe al gran santo y teólogo santo Tomás de Aquino (1224/5-1274).
Por este sacramento recibimos al mismo Señor con su cuerpo, sangre y divinidad. Pero tenemos una dificultad y es que nuestra medida humana siempre es lo cuantificable, medible, visible. Fácilmente entramos en esta lógica, pero hay que superarla; para entender acudamos a San Agustín: «aquellas cosas visibles de la vida de Cristo, ahora lo recibimos de modo invisible por los sacramentos».
Recordemos que las cosas más importantes de la vida no lo podemos ver y calcular con los ojos simplemente humanos. Apreciar las realidades más allá de lo sensible nos resulta fatigoso, porque estamos demasiado herméticos, sólo vemos el aquí. Hay realidades que superan nuestra mente y medida. Por eso la fe abre el panorama de la visión. Vemos donde nuestra vista no alcanza su objetivo. El misterio Eucarístico es una de ellas.
La Eucaristía ocupa el centro y la cima de la vida cristiana. Ella debe ser como un imán que todo lo atrae. En efecto, toda la actividad de la Iglesia y del cristiano parte (fuente) y tiende (fin) a la Eucaristía. Las palabras de Cristo son reales: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del Cielo, si alguno come de este pan vivirá eternamente; y el pan que yo le daré es mi carne para la vida del mundo... Quien come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna» (Jn 6, 51-54). Aquí no hay ninguna simbología. Estas palabras expresan la realidad del misterio eucarístico.
La Iglesia no puede olvidar jamás la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Si hay belleza y riqueza en cantos, música, objetos, himnos, arte, liturgia es precisamente porque hay alguien a quién lo dedicamos todo. Dice santo Tomás: «en la cruz se escondía la divinidad, pero aquí se esconde también la humanidad». Más adelante escribe también: «Aquí se equivocan la vista, el tacto, el gusto, sólo con el oído se llega a tener fe segura; creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios: nada más verdadero que esta palabra de Verdad» (Himno adoro te devote).
Estas palabras conmueven el corazón. Es bueno que seamos conscientes que: «Cristo Jesús está presente de múltiples maneras en su Iglesia: en su Palabra, en la oración de su Iglesia (Mt 18, 20), en los pobres, los enfermos, los presos (Mt 25, 31-46), en los sacramentos. Pero, sobre todo, está presente bajo las especies eucarísticas» (CEC, 1373). Una vez más hay que considerar la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Parece que no está, pero está. Cristo se ha quedado y quiere quedarse con nosotros; digámosle entonces «¡quédate con nosotros señor porque el día va de caída!».
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