Escribe: P. Arnaldo Alvarado
En el Perú el 03 de mayo celebramos la fiesta de la cruz. En la Iglesia universal esta celebración tiene lugar el 14 de septiembre. Los peruanos tenemos aprecio a la santísima cruz. El papa Juan Pablo II hizo referencia a este hecho cuando visitó el Perú. Pues el vicario de Cristo vio en las cumbres de las montañas, en la cima de los cerros y edificios la cruz. En casi todos los lugares hay una cruz y está muy bien. Todos apreciamos la cruz porque es el árbol de la vida.
Todos los cristianos amamos la cruz porque allí Cristo murió por nosotros, por ti y por mí; nos compró a precio de su sangre. Él nos reconcilió con Dios. Tanto es el amor de Dios que llegó hasta el extremo de entregar su vida en la cruz. Cristo cumple su promesa de «no hay mayor amor, sino el amigo que entrega su vida por el amigo». Él dio su vida en la cruz para salvarnos. Jesús nos ha reconciliado en la cruz.
Ahora me referiré a la cruz de cada día. Hay hechos en la vida que es difícil de entender. Se trata del misterio del dolor, de la enfermedad, del mal, del sufrimiento del inocente. Todo esto nos cuestionan muchos aspectos. Con lo cual hace falta resolver bien cuando se presente. Es decir, se trata de encontrar sentido a todo ello. Decía el fundador de la logoterapia Victor Frankl: «hay mucha gente que tiene mucho como vivir, pero no siempre tiene un porqué vivir». Es importante encontrar un sentido al misterio de mal. Pero cuando esto es ausente se repite lo que ya en los tiempos antiguos se consideró como «escándalo para los judíos y necedad para los paganos». También hoy parece renovarse estas mismas actitudes.
Mucha gente tiene miedo al sacrificio, al esfuerzo, a dar un poco más de sí, a pensar en los otros. Esto ocurre porque falta un porqué y para qué vivir. Pero ¿cómo se presenta la cruz? La cruz más pesada es aquella de la injusticia, de la incomprensión, de la ingratitud, de la traición, de la indiferencia. Cuando experimentamos estos puntos sentimos deseos de venganza, de revancha, de odio. Pero nunca podemos devolver mal por mal. La violencia siempre engendra violencia. Si lo llevamos bien entonces hemos encontrado un porqué vivir.
Los cristianos disfrutamos de la vida y estamos felices. Pero nuestra alegría tiene su raíz en forma de cruz. No nos quedamos en la alegría del animal sano que cuando tiene todo está contento. La alegría cristiana es consecuencia de la generosidad. Tiene como fuente la cruz. Fruto de la abnegación hasta el extremo.
No buscamos la cruz, pero cuando se presenta la asumimos con garbo. Cuando nos toque llevar el peso enorme de la cruz no pidamos cuenta a Dios ni a nadie con el ¿por qué?. La pregunta que nos repetimos es: ¿por qué a mí? ¿por qué yo? Nuestra mente es limitada para entender el misterio del mal. Tenemos que saber que Dios incluso del mal saca bien.
Cuentan de santa Teresa cuando era apenas una niña quiso viajar a tierras extrañas para padecer el martirio. Esta niña tenía gran deseo de derramar su sangre por Cristo. Para el cristiano el martirio es fundamentalmente cotidiano. El cristiano tiene que llevar los distintos aspectos de la vida. Se trata de «soportar los alfilerazos de cada día». Ese es nuestro lugar: lo ordinario.
Podemos amar la cruz y por tanto compartir el peso con Cristo. Acompañamos a Jesús en la cruz cuando hacemos nuestras responsabilidades, aunque no tengamos ganas; haciendo una obra de caridad; llevando con calma los imprevistos; estudiando o cumpliendo con nuestros compromisos y deberes.
También aceptamos la cruz soportando y sonriendo ante las palabras hirientes, los insultos; dejando pasar cosas insignificantes que surgen en la convivencia diaria; en el centro de trabajo saludando a quien no quieres ni verlo; llegando puntual al trabajo y trabajando bien; perdonando y pidiendo perdón ante los defectos propios y ajenos; escuchando a los amigos. Convivir no es fácil, supone aprender. Entonces diremos: Gracias Señor porque en mi cruz de cada día estamos tú y yo.
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